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Algunos de sus contemporáneos lo llamaron Jacobo el Afortunado, un título que retrata la prodigalidad con que lo dispensó la providencia, pero la historia, que termina recogiendo tanto las proezas como las miserias humanas, ha preferido recordarlo con el nombre de Jaime el Conquistador. Ambos apelativos delatan la personalidad de un hombre extraordinario. A pesar de las múltiples adversidades que jalonaron su vida, en los momentos decisivos Jaime fue siempre un personaje favorecido por la fortuna. Poetas, juglares y trovadores celebraron sus conquistas militares y sus lances amorosos, que fueron muchos y muy notables. Los relatos que han llegado hasta nosotros coinciden en los puntos esenciales: Jaime fue un hombre amado por sus súbditos, envidiado por nobles y caballeros y temido por sus enemigos; pero todos, sin excepción, lo respetaron. Fue también un ser humano de enormes contrastes, como suelen serlo los grandes personajes de la historia. Su carácter templario, forjado en la austeridad, chocaba con la pasión que ponía en cada una de las empresas que acometía. Por lo demás, su orgullo y su beligerancia no empañaron nunca su alto sentido de la justicia, su extremada honestidad y su proverbial benevolencia. El viento de los años transcurridos no ha podido borrar sus huellas. Las huellas de un hombre en cuya trayectoria se entrecruzan la realidad y la leyenda.